Acción Educativa en Diabetes, Obesidad y Sobrepeso, A.C.
    CARACTERIZACIÓN DE LA RESILIENCIA, DESDE LA PERSPECTIVA DEL MODELO TRANSTEÓRICO DE CAMBIO, EN PACIENTES CON OBESIDAD.
     
    Psic. E.D. Sarah Alejandra Ortiz Rosales

         La palabra resiliencia tiene sus raíces en el idioma latín, en el término resilio que significa volver atrás, volver de un salto, resaltar o rebotar. El concepto ha sido empleado para caracterizar a aquellas personas que, a pesar de experimentar o vivir en situaciones desfavorables o de riesgo, sea éste biológico, psicológico o social, logran recuperarse de dicha circunstancia e, incluso, resultan fortalecidos.

         La resiliencia es un proceso dinámico que le permite al individuo adaptarse exitosamente a la adversidad severa a lo largo de su vida. Este constructo no es raro, los humanos estamos dotados con sistemas protectores naturales que nos ayudan a adaptarnos al cambio y a los percances; sin embargo, para que estos sistemas protectores se desarrollen y operen de manera efectiva, los individuos necesitamos recursos sociales y materiales básicos e, idealmente, un ambiente social y familiar sano  (Southwick, Pietrzac, Tsai & Krystal, 2015).

         La resiliencia alude a la presencia de una modalidad particular de riesgo y a una respuesta del individuo o grupo mucho más favorable de lo que se esperaba para la trayectoria del mismo. Como fenómeno general, la resiliencia se vincula a una serie de factores que interactúan entre sí a modo de mecanismos dinámicos: los factores de riesgo y los factores protectores. Es de destacar que los factores de riesgo hacen referencia a condiciones cuya presencia facilita la aparición de resultados negativos e indeseables para el desenvolvimiento humano tales como problemas físicos, psicológicos y sociales (Casol & De Antoni, 2006). En contraste, de acuerdo con Rutter (1990; 1995), los factores protectores son influencias que modifican, mejoran o alteran la respuesta de una persona a algún peligro que predispone a un resultado no adaptativo.

         Se considera que una persona es resiliente cuando, después de haber vivido una situación o evento de riesgo, exclusión o por alguna razón traumática, es capaz de volver a un estado de equilibrio en su vida. Esta recuperación del equilibrio se logra por medio de la interacción entre múltiples variables personales y contextuales en las que se produce el desarrollo del individuo. Ninguna de dichas variables es, por sí sola, motivo suficiente para poder hablar de resiliencia; por lo tanto, no es posible hablar en términos de causalidad. En cambio, si resulta factible hablar de variables (biológicas, personales, ambientales, entre otras) que aparecen reiteradamente cuando se estudia a personas que muestran resiliencia, que aumentan o disminuyen la probabilidad de éxito o recuperación (Kent, Rivers & Wrenn, 2015).

         Las respuestas resilientes reflejan actitudes como:


     
    • Flexibilidad de pensamiento
    • Autocontrol emocional
    • Exploración y foco amplio de atención
    • Interés y compromiso
    • Emociones que favorecen el desarrollo de conductas
    • Sentido del humor
    • Capacidad de autoeficacia
    • Motivar la conducta en ambientes que impliquen retos y representen una oportunidad para construir habilidades y desarrollar potenciales.
     
              Durante los últimos veinte años, la investigación en torno al concepto de resiliencia ha trascendido al área de la salud, hasta llegar a estudiarse en pacientes con enfermedades crónicas.

              La Psicología de la Salud ha definido a la resiliencia, como la capacidad que tienen las personas para mantener la salud y el bienestar psicológico en un ambiente dinámico y desafiante. Las conclusiones de diversos estudios han sugerido la necesidad de desarrollar programas de intervención en resiliencia, ya que se le considera una variable protectora y moduladora de la salud física y mental (Quiceno & Vinaccia, 2011).

              Desde hace algunas décadas, la prevalencia de enfermedades crónicas se ha elevado de manera alarmante a nivel internacional. Los factores de riesgo reconocidos para desarrollarlas están directamente relacionados con una alimentación inadecuada y la falta de actividad física. Mantener estilos de vida saludables se vuelve entonces indispensable para prevenir enfermedades crónicas y, en el caso de quien ya las padece, representa un aspecto esencial para el autocuidado. Una de las enfermedades crónicas más predominante es, indudablemente, la obesidad; ocupando México el primer lugar de prevalencia en población infantil y el segundo en población adulta (Dávila-Torres, González-Izquierdo & Barrera-Cruz, 2015).

              De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), la obesidad y el sobrepeso se definen como “una acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud”. A lo largo del tiempo, se les ha conceptualizado como condiciones multifactoriales, influenciadas por diversos elementos y circunstancias, que incluyen factores ambientales, conductuales, nutricionales y genéticos. Como entidad clínica, la obesidad está incluida en la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10) como una enfermedad médica, mientras que en el DSM-5 no aparece como un trastorno mental, pues su desarrollo depende de una serie de aspectos que varían entre los individuos. Sin embargo, durante el diagnóstico, hay evidencia de que los aspectos psicológicos son de importancia en la etiología o el curso de un caso particular de obesidad, ya que existe un impacto significativo en el estado físico, por parte de elementos cognitivos, emocionales y conductuales (Tamayo-Lopera & Restrepo, 2014).

              Dentro de dichos elementos, se encuentra la personalidad, ya que se sabe, por ejemplo, que la tipo A, caracterizada por un alto grado de neurosis y un nivel bajo de conciencia, así como las personas impulsivas, tienen una elevada probabilidad de pasar por ciclos de pérdida y ganancia de peso durante toda su vida (Sutin, Ferrucci, Zonderman & Terracciano, 2011).

              Por otra parte, el estrés es otro aspecto implicado en la etiología de la obesidad: una situación de estrés agudo inhibe el apetito; no obstante, si éste es prolongado y mantenido, las glándulas adrenales liberan cortisol, lo cual incrementa el apetito particularmente hacia alimentos ricos en azúcar y grasa, lo cual inhibe la acción del sistema límbico (Sinha & Jastreboff, 2013).

              La llamada Ingesta Emocional, como un tercer elemento, se caracteriza porque la persona come como una manera de suprimir o atenuar emociones negativas como la ira, el miedo, el aburrimiento (Bennett, Greene & Schwartz-Barcott, 2013), la tristeza y la soledad (Mayo Clinic, 2012).

              De igual forma, el estrés laboral asociado al afán de productividad, ha traído consigo la disminución de tiempo de sueño, que a su vez puede interrumpir las hormonas del apetito, promover una mayor ingesta de alimentos, reducir el gasto de energía y cambiar la composición corporal para favorecer el almacenamiento de grasa (Shlisky, Hartman, Kris-Etherton, Rogers, Sharkey et al., 2012).

              Además, los avances tecnológicos propios del progreso social han sumado una variable más a los factores etiológicos de la obesidad: el sedentarismo, el cual, normalmente acompañado de ingesta de alimentos de alto contenido calórico y escaso valor nutricional, resulta ser el precursor natural del sobrepeso y la obesidad (Tamayo-Lopera & Restrepo, 2014).

         Tratándose de obesidad, la resiliencia surge como posibilidad de cambio, siendo comprendida como la capacidad de la persona para lidiar con la enfermedad, aceptando las limitaciones impuestas por la condición, con la debida adherencia al tratamiento, buscando adaptarse a la situación y vivir de forma positiva (Bianchini & Dell΄aglio, 2006). La resiliencia puede posibilitar cierto control sobre el impacto negativo de las consecuencias físicas, sociales y económicas percibidas en la obesidad y las consecuencias emocionales sentidas.

              En ese sentido, el uso del concepto de resiliencia funge como una alternativa para promover la aceptación e implementación de las modificaciones indicadas, lograr una adherencia terapéutica apropiada, así como una adaptación más sencilla a los nuevos hábitos de salud. Enfrentar la enfermedad crónica y adecuarse a nuevos hábitos de vida requiere esfuerzo, dedicación y superación de la situación. De esa manera, la resiliencia se ha mostrado como un concepto que puede contribuir para el control de la enfermedad crónica (Willrich-Böell, Guerreiro & Hegadoren, 2016).

              La adherencia terapéutica constituye un fenómeno complejo, ya que se encuentra mediada por diversos componentes relacionados con la personalidad y otros aspectos contextuales, como la motivación al cambio, creencias, autoeficacia, relación con el profesional de la salud, apoyo familiar, situación económica, etc. (Luna & García y Barragán, 2014).

              Esta adherencia terapéutica es definida como una conducta compleja que consta de una combinación de aspectos conductuales, unidos a otros relacionales y volitivos que conducen a la participación y comprensión del tratamiento por parte del paciente y del plan para su cumplimiento, de manera conjunta con el profesional de la salud (Granados & Escalante, 2010).

              Por lo tanto, las intervenciones que se diseñen tomando en cuenta la realidad del sujeto, su nivel de motivación e información, así como sus recursos materiales y sociales, pueden resultar efectivas y significativas para impulsar y mantener cambios hacia conductas saludables.

              En el ámbito de la promoción de la salud, el Modelo Transteórico de Cambio (Prochaska & DiClemente, 1983) se posiciona como una de las propuestas más innovadoras por las posibilidades que ofrece para planear y ejecutar intervenciones a partir de las características específicas de las poblaciones o grupos a quienes están dirigidas las acciones (Cabrera, 2000).

    El modelo propone cinco etapas por las cuales una persona atraviesa para modificar su conducta:


     
    1. Precontemplación. Etapa en la cual los individuos no tienen la intención de cambiar su conducta en un futuro cercano. Este periodo dura alrededor de seis meses, y en él las personas pueden estar ancladas debido al desconocimiento acerca de las consecuencias de su comportamiento o al intento fallido de cambiar varias veces, dejándolos frustrados acerca de su habilidad para el cambio. Las personas, durante este periodo, se caracterizan como resistentes o escasamente motivados y tienden a evitar la información, la discusión o el pensar sobre la salud conductual.
    2. Contemplación. Los individuos en esta etapa declaran abiertamente la intención de cambiar en un futuro (6 meses aproximadamente). Son más conscientes de las ventajas del cambio pero, al mismo tiempo, permanecen conscientes de los gastos que pudiera implicar.
    3. Preparación. En esta fase, los individuos tienen la intención de tomar medidas para el cambio, por lo general al cabo de un mes. La preparación es vista como una etapa de transición en la que el individuo requiere progresar en los treinta días posteriores.
    4. Acción. Al llegar a esta etapa, el individuo ha hecho modificaciones manifiestas y perceptibles en su forma de vida. Hay un cambio evidente en el comportamiento que ha durado menos de seis meses.
    5. Mantenimiento. En este estadio los individuos trabajan para mantener el compromiso, prevenir la recaída y consolidar los beneficios asegurados. Quienes se encuentran en esta etapa se distinguen por poseer niveles más altos de autoeficacia y menor probabilidad de recaída. El cambio de comportamiento debe haber durado más de seis meses (Esparza, Carrillo, Quiñones, Del Castillo, Guzmán et al., 2013).
     
              El modelo transteórico implementado en la obesidad, se manifiesta, en función de las etapas, de la siguiente forma:

              Las personas que se encuentran en la etapa de precontemplación, no tienen la intención de modificar sus hábitos alimenticios y/o empezar una rutina de actividad física. Incluso, puede ser que la obesidad no implique un problema, o que no perciban las consecuencias negativas que ésta tiene en sus vidas.

              En la etapa de contemplación, las personas tienen consciencia acerca de la existencia de un problema; no obstante, no realizan un compromiso por cambiar. Pueden permanecer años enteros en esta fase, haciendo un balance entre las ventajas y desventajas que implicaría el cambio de hábito.

              Aquellos que están en la etapa de preparación ya tienen intenciones de cambiar su conducta (ya sea por medio de una modificación en su dieta, ejercicio físico o ambos); sin embargo, no lo han hecho posiblemente porque antes lo intentaron y fracasaron, porque están esperando el momento indicado o quizá porque estén atravesando por una situación difícil.

              Quienes se encuentran en la etapa de acción ya han comenzado a realizar cambios en su comportamiento. Empiezan a comer de manera saludable y balanceada, así como a practicar la actividad física recomendada; invierten tiempo y energía en dicho cambio.

              Por último,  las personas que estén en la etapa de mantenimiento, se esfuerzan de manera ardua por no tener recaídas y consolidar los beneficios que han obtenido.

              Dentro de este modelo, las recaídas forman parte esencial, siendo consideradas como momentos de aprendizaje en los que se enseña a las personas a que sigan adelante con el cambio; estas recaídas son fundamentales para mejorar las estrategias y técnicas.

              El hecho de que una persona logre trascender de las etapas de contemplación y preparación a la acción y mantenimiento, implica hacer uso de la capacidad de resiliencia, ya que dicha transición sería una puesta en práctica de estrategias de aprendizaje en una situación adversa (obesidad), con el propósito de favorecer la salud y mejorar la calidad de vida.

              Al ser la obesidad un padecimiento que presenta características heterogéneas, con una génesis multifactorial, comorbilidad con diversas enfermedades, así como un carácter crónico, no es posible pretender una solución rápida y definitiva. Desde el punto de vista psicológico, puede estar asociada con Trastornos de la Conducta Alimentaria, Trastornos de Ansiedad, depresión u otras patologías. Dentro de ese contexto tan diverso y complejo, resulta poco efectivo abordar el tratamiento con soluciones aisladas sino que debe formar parte de un programa multidisciplinario.

              Asimismo, el enfoque terapéutico debe adaptarse a las necesidades y áreas problemáticas de cada persona, dentro de las que se incluyen elementos como: grado de exceso de peso, presencia de complicaciones físicas, comorbilidad psicológica y/o tratamientos realizados con anterioridad y, además, cosniderando la etapa del Modelo Transteórico de Cambio en la que se encuentra, puesto que en función de ello, se implementarían distintas estrategias.

              Para la etapa de la precontemplación se sugieren estrategias como enlistar los riesgos de vivir con obesidad, desarrollar un diario de actividades físicas diarias y describir las posibles redes de apoyo. En la etapa de contemplación y preparación se sugiere fijar metas y firmar contratos basados en la realidad, reforzar pequeños cambios y planear con la familia actividades durante el fin de semana. En la etapa de acción se recomiendan redactar una lista de beneficios que le ha traído la pérdida de peso y la actividad física, determinar si hay algún obstáculo para el logro de objetivos y escoger tareas que mantengan la motivación alta. En la etapa de mantenimiento se sugieren estrategias como apoyo social, anticipación de dificultades y desarrollo de un plan, sin asumir la permanencia en esta etapa.

              Por otra parte, la intervención psicológica enfocada en la resiliencia, como un auxiliar en la transición de las etapas propuestas por Prochaska y DiClemente, estaría dirigida a trabajar aspectos como:

     
    • Desarrollo del autoconocimiento. Es fundamental comprender que para poder realizar cambios en el entorno debemos empezar a hacerlos nosotros mismos en nuestro interior y para ello debemos realizar un trabajo personal de autoconocimiento y reconocimiento de lo que somos, lo que valoramos, lo que creemos, nuestras capacidades, metas, temores, debilidades, etc.
     
    • Expresión de emociones positivas como el optimismo y el buen humor. El sentido del humor es una herramienta de inteligencia emocional que puede ayudar mucho a la hora de afrontar y superar problemas y dificultades. Se consideran como componentes del sentido del humor el gusto por la risa y las bromas, la capacidad para hacer reír a otras personas y una perspectiva positiva de la vida. Intercambiar emociones positivas y poder expresarlas de distintas formas, es uno de los aprendizajes más importantes y uno de los componentes esenciales de la resiliencia. Sentirse querido y comprendido significa saberse aceptado y valorado; así, una persona puede intentar resolver o superar situaciones difíciles apoyándose en la seguridad afectiva de ser reconocida.
     
    • Búsqueda de soluciones y control emocional. Incluye la habilidad para pensar en abstracto reflexiva y flexiblemente, así como la posibilidad de intentar soluciones a problemas tanto cognitivos como sociales.
     
    • Flexibilidad y reestructuración cognitiva (interpretación positiva ante eventos adversos, encontrándoles significado y oportunidades). Tener flexibilidad de pensamiento implica la existencia de un equilibrio entra la emoción y la razón y, por lo tanto, también constituye una característica de las personas con una adecuada inteligencia emocional.
     
    • Desarrollo de empatía a través de conductas prosociales. Conductas como el altruismo y bienestar, están asociados con la resiliencia. A través de éstas se logra la descentralización, es decir, tener la capacidad de centrar la atención en otros en lugar de en uno mismo.
     
    • Incremento del sentido de autoeficacia. Sentimiento de confianza que permite que el individuo crea en sus posibilidades para hacer y transformar: una sensación de optimismo frente a las distintas situaciones que se le presenten, lo cual es esencial para la formación de la resiliencia.
     
    • Consolidación de la autonomía personal. Se entiende como un sentido de independencia e implica a su vez el desarrollo de la propia identidad, la cual le permitirá al individuo reconocer las habilidades y recursos con que cuenta, y distinguirse a sí mismo entre los demás elementos de  su entorno.
     
    • Refuerzo de redes de apoyo. Éstas promueven la salud y la resiliencia al mitigar las respuestas fisiológicas al estrés, estimulando la liberación de oxitocina, que reduce el miedo,  incrementando la autoconfianza, y promueve aproximaciones activas para resolver problemas. 
     
              En cuanto a los programas de intervención orientados a desarrollar la resiliencia en personas con enfermedades crónicas en general, aunque éstos son muy pocos, han demostrado que este constructo puede ser potenciado favoreciendo la salud mental y física de los involucrados. Esto implica un campo promisorio e importante para la investigación, que debería seguir siendo explorado, ya que los pacientes crónicos deben enfrentar síntomas continuos, el riesgo para sus vidas y cierto tipo de restricciones en sus actividades.
     
              De manera conclusiva, el concepto de resiliencia, enmarcado en el estudio de las enfermedades crónicas, se encuentra en un punto de convergencia entre la Psicología de la Salud y la Psicología Positiva, al considerar los procesos de salud-enfermedad desde un enfoque de promoción, prevención e intervención positivos.
     
     
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